lunes, 2 de abril de 2012

El último canto



¿Somos lo que dicta un antiguo proverbio: "Cada uno es artífice de su propia suerte"?


Autor: Sara Cendón


No puedo decir en qué momento decidí convertirme en cantante de gospel pero creo que la afición me ha debido de venir desde bien pequeña, casi desde la cuna; creo que hay varios antecedentes así en mi familia: mi abuela, mi tía y mi madre. ¡Vaya familia!, ¿no lo creéis? Lo cierto es que no era mi vocación, me gustaba cantar porque lo había visto desde que era una cría pero deseaba ser otras muchas cosas excepto eso; pero así era mi familia.

Todas las mujeres de la familia teníamos que seguir con la tradición mientras que los hombres podían elegir libremente. ¡Qué ironía! Ellos podían elegir libremente a qué dedicar sus vidas pero ¿qué pasaba con nosotras? Nosotras estábamos resignadas a cantar toda la vida en una iglesia, delante de mucha o poca gente y no podías negarte porque conseguirías ser odiada o,  peor, dada de lado, apartada de tus seres más queridos. ¿Alguien puede imaginárselo? Yo no puedo ni tampoco pude imaginar lo que mi vida cambiaría al cabo de los años; lo único que lamento es no haber tomado la decisión con anterioridad.

Nací en un pequeño barrio de clase trabajadora, donde todo el mundo se conocía. ¡Qué fastidio! ¡No podías hacer nada sin que tu vecino de al lado se enterara o, lo que era peor, tu familia! Intenté ir a la universidad para forjar mi propio destino, para demostrar a mi familia que las mujeres podíamos ser algo más que unas simples cantantes de gospel, ya fuera en solitario o perteneciendo a un coro; pero aquello era impensable en la tradición familiar: ninguna de nosotras podía intentar hacer una vida diferente a la que nos tenían marcadas desde el nacimiento. Así que, guardándome mi orgullo y aguantándome las ganas de gritarle a todo el mundo el enorme enfado que tenía, decidí hacer feliz a mi familia y seguir con la tradición: convertirme en la mejor cantante de gospel de aquella zona y lo conseguí. ¡Imagináos lo buena que tuve que ser para que apareciera en los periódicos y no solamente en los locales! ¡Con qué cara me miraron en casa! Nadie había conseguido tanto en tan poco tiempo y, sin ánimo de ofender a nadie, creo que levanté en más de una persona, alguna que otra ampolla; sé que hubo bastante gente que estuvo largo tiempo sin hablarme, sin prestarme atención y maldiciendo la suerte y gloria con la contaba en ese momento.

Contaba con la edad de catorce años cuando todo aquello sucedió y fue algo que me superó. Intenté comportarme como una niña de acorde a esa edad pero que te nombraran “la mejor cantante de gospel” a nivel mundial no es algo que obtengas todos los días. ¡Cómo fardaba delante tanto de mis amigas como de las que no! Todo el mundo se moría de la envidia y estaba encantada. Fue entonces cuando latió en mi corazón, con más fuerza que nunca, la idea de dejar todo aquello definitivamente. Ahora que todo el mundo estaba más pendiente de mí que nunca, resultaría más normal que la voz sufriera algún que otro percance, sin importancia pero de la suficiente envergadura como para poder alejarme de aquel mundo, al que odiaba con todas mis fuerzas.


Cuando notas que todo el mundo te está observando y que pareces ser el centro de atención de todos ellos, notas la presión que eso significa y en las personas que se dedican a este trabajo, no tienes que trabajar bajo tanta presión; es lo peor que te puede pasar pero era el plan perfecto: quería que todo el mundo me agobiara de tal forma, que mi voz sufriera las consecuencias pero solamente para que pudiera dejar de cantar por un tiempo y al ritmo que iban sucediendo las cosas, en un par de meses lo conseguiría.

Debo de ser una persona muy fuerte porque estuve danzando con mi voz de un lado para el otro durante veinte años y no sufrí ni un solo resfriado que pudiera poner en práctica mi plan, de una vez por todas. ¡Qué fastidio! Pero el tan ansiado momento llegó y con él, el enfado de mi familia.

Ocurrió una fría tarde de otoño; había empezado a llover desde bien empezado el día y cuando estaba llegando a casa, toda empapada en agua, no pude articular palabra. Al principio me enfadé conmigo misma porque me molestaba no poder decir a nadie que me encontraba bien, que solamente tenía frío y que quería cambiarme de ropa para entrar en calor. ¡La que se armó en casa! Todo el mundo se empezó a llevar las manos a la cabeza y los pocos que no lo hacían, miraban al cielo como pidiendo perdón al de arriba para que mi voz volviera a mi garganta pero debía de estar cansado de mi familia y se quedó con mi portentosa voz.

Así que dada de lado de mi familia, por no poder continuar con la tradición y por la gente que, hasta hacía muy poco tiempo me habían alabado y me seguían donde fuera, me vi en la calle, sin dinero y sin nadie a quien acudir.

Llegué a la iglesia donde todas las tardes había estado ensayando mis cantos y el padre Francesç me acogió como si se tratara de una hija dándome cama y comida caliente todos los días. Al principio fue duro porque seguía sin poder articular ninguna palabra pero no hay nada que una libreta y un lapicero no puedan decir.


El padre Francesç me convenció para que trabajara en la iglesia y acepté. Deslumbrada por todo lo que había en ella, cada vez que sostenía entre mis manos aquellos candelabros de oro macizo, manteles de seda auténtica, regalos de los más ricos y fervientes feligreses.

Al principio, solamente me contentaba con tenerlos en mis manos pero, poco a poco, la sensación fue aumentando y se apoderó de mí el deseo de tener aquellos objetos tan valiosos bajo mi poder. Y así lo hice.

Una tarde, mientras limpiaba el altar mayor de la iglesia, descubrí un pequeño medallón que colgaba de la base de una de las más bellas imágenes que había en la iglesia. No me pude resistir. ¡Era precioso! Estaba segura que era de oro macizo, sin duda alguna. Así que lo cogí con todo el cuidado del mundo y me lo metí en el bolsillo del delantal. Casi me caigo del susto cuando escuché la voz del padre Francesç, hablándome al oído.

Sobresaltada, me dí la vuelta rápidamente y le miré fijamente pensando que si le miraba con fuerza, con valentía, conseguiría que no pensara en lo que realmente había hecho: robar y que todo se quedaría en una travesura fruto de la necesidad pero me equivoqué. El padre Francesç agarró con fuerza mis manos mientras sacaba el medallón del bolsillo del delantal; intentando controlar la respiración, comprobé cómo la ira se apoderaba del padre y deduje que en breve, una bofetada quedaría marcada en una de mis mejillas pero no lo hizo. Guardó el medallón bajo su sotana y me sacó, como pudo, de la iglesia.

¡Qué irónica es la vida a veces! Lo tuve todo de mi lado para haber sido una gran estrella y ¡plof!, en un abrir y cerrar de ojos, despareció: pasé de estar en primera página y en boca de todo el mundo a vagabundear por las calles en busca de comida y cama caliente.

2 comentarios:

  1. Por fin!!! Despues de mucho insistir hemos conseguido que te animes a escribir de nuevo!! Sabia que eras capaz de escribir bajo presión (lo vi durante los cursos que hiciste, teniendo que presentar un texto por semana)pero me temo que las temáticas que te ofrecía no te motivaban... en fin!
    Pasando a la historia, me ha gustado mucho. Quizás tu objetivo deba ser este: escribir pequeñas historias con aquello que te motiva a ti, con lo que te de auténticas ganas de escribir. Y que puedas dejar salir a la luz todo tu talento. ¿Comprenderás de una vez que sabes escribir... o te pasará como a tu cantante de gospel y te darás cuenta cuando ya sea tarde? jejeje!

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  2. Ya era hora! a ver si escribes a menudo! hay que rodarse jejejeje
    Esta chulo el relato, asi que animo, continua asi, y ve escribiendo todo lo que se te ocurra!

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