jueves, 14 de marzo de 2013

La última tribu

"La Tierra no es una herencia de nuestros padres, sino un préstamo a nuestros hijos"

Autor: Sara Cendón




Nube-de-engaños contaba con diez años de edad cuando la Gran Guerra la sorprendió. Por aquel entonces, vivía en Rodilla-de-herido, con la mayor tribu de indios: los hollaheema. Se había quedado muy pronto huérfana y había sido adoptada por un matrimonio de jóvenes indios a los que el Gran Espíritu les había negado tener descendencia.

Cuando contaba con la edad de cinco años, el asentamiento fue atacado por colonos blancos que iban en busca de oro. Los padres adoptivos de Nube-de-engaños murieron, al igual que la gran mayoría de la etnia hollaheema. Los pocos que quedaron, consiguieron refugiarse en las montañas vecinas mientras observaban cómo los blancos arrasaban su campamento.

Pasaron los días y cuando pareció que los blancos abandonaban el campamento, el gran jefe indio Dedo-Levantado, animó a su tribu para que volvieran a levantar el campamento al este de Rodilla-de-herido.

Mientras las grandes mujeres y las más jóvenes de la tribu se iban haciendo cargo del resurgimiento, Dedo-Levantado se encargó de la educación de los más desfavorecidos, entre los que se encontraba Nube-de-engaños, a la que cogió especial cariño. Tanto fue el que le cogió, que la adoptó como si fuera su hija y la convirtió en uno de los chamanes de la tribu.

El ejército, después de esta batalla, juró que rompería la resistencia de los indios por lo que Dedo-Levantado y sus seguidores fueron perseguidos incansablemente. En un momento dado, Dedo-Levantado se declaró, hasta en tres ocasiones, dispuesto a encontrarse con el coronel al mando; en una de ellas, ambos hombres estaban sentados sobre sus caballos en medio de un claro del bosque. El coronel intentó convencer a Dedo-Levantado para que se rindiera, entregara sus armas y se fuera pacíficamente a la reserva pero éste seguía insistiendo en que tenía que permitirse a su pueblo vivir en aquellas montañas y el territorio a lo largo del río, como se había acordado anteriormente, diciendo: “el Gran Espíritu quiso que yo fuera indio, no un indio de la reserva y no tengo la intención de convertirme en uno de ellos”, por lo que la guerra siguió.

Pasó el tiempo y la tribu de Dedo-Levantado se sentía más y más amenazada por los blancos porque, cada vez, más colonos afluían a la Gran Pradera y otros, en el Oeste, protegían la construcción de un nuevo sendero para conducirles hacia los florecientes campamentos de los buscadores de oro. Para Dedo-Levantado, la invasión de los blancos era un motivo de preocupación tan serio como si se tratara de la invasión de tribus enemigas y contemplaba sus actividades con creciente malestar.

Al cabo de los días, cuando Dedo-Levantado estaba celebrando la fiesta de cumpleaños de Nube-de-engaños, las tropas del ejército se introdujeron en el territorio vecino: el de los hunkpeapas para construir su fuerte; fue entonces cuando Dedo-Levantado comprendió que aquello significaba una amenaza para su tribu y respondió con varios ataques. El ejército, tras verse acorralado, decidió firmar la paz con los indios decidiendo reunirse en un terreno neutral ofreciendo a la tribu de Dedo-Levantado y a otras cercanas, un extenso territorio de sus propias tierras como reserva duradera y, al oeste de esa reserva, el territorio debería de quedar, para siempre, como zona de caza de los indios: “ninguna persona blanca recibirá autorización para la colonización u otra dedicación de la tierra ni se le permitirá atravesar el territorio sin la autorización de los indios” pero Dedo-Levantado, al igual que otros jefes, se negó a participar en estas conversaciones porque les quitaban gran parte de su territorio y, como consecuencia, nunca lo firmó.

Dedo-Levantado y otros no firmantes del acuerdo, siguieron instalando sus campamentos fuera de la reserva porque no querían vivir de las limosnas del ejército americano. Durante un tiempo, las tribus de fuera de la reserva consiguieron eludir ampliamente a los blancos pero pronto se demostró que el acuerdo era incapaz de contenerlos; entonces, el ejército ofreció a los indios la compra del terreno, enviando una delegación para tratar sobre ello. Durante dos semanas, los intermediarios lo intentaron todo para convencer a los hollaheema para vender las tierras pero ningún jefe indio aceptó desprenderse de su sagrada tierra. Cuando la delegación regresó con las manos vacías a la capital, el gobierno decidió tomarse la justicia por su mano: “en caso que no acepten, les quitaremos las tierras que no pertenezcan a la reserva, por lo que, todas las tribus que no firmaron el tratado, tendrán que abandonar la reserva y si no lo hacen, los echaremos a la fuerza”. Cuando las tropas se pusieron en marcha, miles de guerreros indios se reunieron para luchar contra ellos. Dedo-Levantado había enviado emisarios a todas las tribus vecinas, invitándoles a un gran consejo de guerra donde se reunieron unos quince mil indios, entre ellos, de cuatro a cinco mil guerreros. El campamento se extendía tres millas de largo por media de ancho a lo largo del río y su lema era: “nosotros somos una isla india en un mar de blancos. Tenemos que mantenernos unidos pues solos, seríamos arrollados por ellos. Esos soldados quieren luchar, quieren la guerra. Bien, entonces la tendrán”. La guerra había comenzado.

Dedo-Levantado no solamente era un jefe guerrero sino también chamán y pidió, según el antiguo ritual, ayuda al Gran Espíritu y a sus cuarenta y cinco años, era un hombre vigoroso de casi un metro ochenta de estatura, con poderosa cabeza y una nariz aguileña con cicatrices de la viruela. Sus movimientos seguían siendo lentos y pausados, cojeando de su lisiado pie izquierdo, debido a una herida en su primera incursión guerrera. Había pintado sus manos y pies de rojo y su espalda a franjas azules, para representar el cielo. Nube-de-engaños, se arrodilló a su lado y con un afilado cuchillo, levantó cincuenta pequeñas tiras de piel de los brazos de Dedo-Levantado, desde el hombro hasta la muñeca. Mientras manaba la sangre y las heridas se costrificaban, Dedo-Levantado comenzó el lento, rítmico baile: se levantaba y agachaba sobre la punta de los pies mientras dirigía la cara hacia el sol, rezando. Bailando incansablemente, durante noche y día, sin comer ni beber y cayendo agotado al suelo, tuvo la visión por la que había estado rogando: vio caer soldados del cielo, como saltamontes, con las cabezas agachadas, de las que caían sus sombreros, en medio del campamento de los hollaheema.

Cuando Dedo-Levantado volvió en sí, anunció a los allí presentes una gran victoria. Mientras tanto, tres columnas del Séptimo de Caballería se acercaban al asentamiento de los hollaheema y tan seguros estaban de su victoria que atacaron sin un plan definido; por lo que las tropas fueron detenidas a los pocos minutos y obligadas a retroceder: los cinco batallones fueron rodeados y neutralizados junto al río. Mientras todo esto sucedía, Dedo-Levantado se encontraba sobre su caballo, Pájaro-que-ríe, con un revólver del 45 contemplando la batalla y planificando su estrategia.

Al día siguiente, los exploradores de Dedo-Levantado le informaron que se acercaban más refuerzos por lo que Dedo-Levantado y los demás jefes indios, dieron por terminada la batalla y se trasladaron a las montañas cercanas dividiéndose en distintas direcciones al tiempo que Dedo-Levantado decía a Nube-de-engaños: “todos nuestros guerreros eran valientes y no conocían el miedo. Los soldados que murieron también eran hombres valientes pero no tuvieron ninguna compasión por nosotros. Nosotros no abandonamos nuestra tierra para luchar contra ellos sino que ellos vinieron para traernos la muerte y ellos mismos la encontraron”.

Cuando llegó el invierno, los indios apenas disponían de alimentos y municiones y por ese motivo, algunos hollaheema y de otras tribus, se entregaron conduciendo a sus gentes a la reserva pero la gente fiel a Dedo-Levantado le siguió cuando éste decidió huir a Canadá a través de la frontera para refugiarse allí. Eran pocos los seguidores de Dedo-Levantado pero Nube-de-engaños no se separaba de él y le había hecho un juramento: “estaré a tu lago hasta que el Gran Espíritu decida llevarte con él”. Dedo-Levantado permaneció durante cuatro años en Canadá donde el gobierno lo toleraba aunque les negaba alimentos y otras ayudas. Extenuados, hambrientos y con nostalgia por su patria, regresaron a Rodilla-de-herido y se entregaron a los soldados. Sus ropas colgaban en harapos. Incluso en su profunda derrota, todavía declaró totalmente seguro de sí mismo: “la tierra bajo mis pies es de nuevo mi tierra. Yo jamás la he vendido. Yo nunca la he entregado a nadie”.

Dedo-Levantado estuvo dos años como prisionero y era un chamán que había vivido en estrecha comunicación con el Gran Espíritu pero tenía sus dudas sobre las nuevas creencias que predicaban: la vuelta de los búfalos y donde los indios recuperarían, de nuevo, su tierra. Dedo-Levantado permitió estas nuevas creencias, con lo que se reunían delante de su tepee para bailar, rezar y buscar visiones de sueños. Poco antes del amanecer, cuarenta y tres soldados rodearon el tepee de Dedo-Levantado, despertándole, le ordenaron que se vistiera y lo arrastraron fuera donde se habían congregado miles de seguidores, entre ellos Nube-de-engaños. Ante los gritos de éstos, Dedo-Levantado dijo: “no me iré. Haced conmigo lo que queráis.¡Yo no me iré!”.

Los soldados intentaron abrirse camino ante la gente que se había reunido alrededor del chamán. Sonó un disparo y el teniente que, hasta ese momento iba empujando a Dedo-Levantado, había disparado a la cabeza. Cuando esa mañana moría Dedo-Levantado, aún no contaba con sesenta años.

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